Antes de decir adiós a España, estoy pensando: ¿cuál de sus imágenes dejó las huellas, las más profundas, en mi memoria? Creo que no es fácil contestar a esta pregunta. Me enamoré de Salamanca. Pero creo que si un visitante por España hubiera dispuesto de un solo día libre, debería decidirse por Toledo. Es el escudo simbólico de todo el país, la expresión condensada de su conjunto histórico. Ya te la describí en una de mis cartas, pero ahora siento mucho no haberla podido visitar una vez más. Antes de irme de Madrid suplicaba a los señores Simpson me llevasen en su coche, ya que perdí el tren.
No querían ir: se quejaban del calor, de las moscas y de la falsa coca-cola que consumieron en Toledo.
¡Lástima! ¡Es un espectáculo tan asombroso, Irene! Dos mundos: Occidente y Oriente se abrazaron en un lazo convulsivo de combate a orillas del Tajo, para caer en dos sueños: uno de cansancio y el otro el de la muerte. Este es hondo y majestuoso. Toda la ciudad queda enredada en la tela de araña del ornamento árabe que se extendió por los techos de las iglesias y sinagogas, por los arcos hasta cubrir, con un hilo fino, las pitilleras y puñales de la industria toledana. Y sobre este elemento vencido se alzó la catedral como un caballero de Castilla a quien la cúpula sirviera de casco. El caballero guarda celosamente las reliquias de este mundo bello en su olvido.
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