Jerónimo Münzer
(1495)
(1495)
De los innumerables testimonios que han dejado, a lo largo
de la historia, quienes visitaron Toledo, uno de los más interesantes, sin
duda, es el del humanista alemán Jerónimo Münzer, por situarse entre los más
antiguos y descriptivos que han llegado hasta nuestros días.
Nacido en
la primera mitad del siglo XV, Münzer fue médico, geógrafo y cartógrafo, además
de uno de los más destacados intelectuales de su tiempo y poseedor de una gran
fortuna que, entre otras cosas, le permitió reunir una extraordinaria
biblioteca personal, parte de la cual todavía se conserva en la iglesia
parroquial de la ciudad austriaca de Feldkirch, cuya construcción financió.
Entre 1494
y 1495 realiza un viaje de unos 7.000 kilómetros desde Nuremberg, por Suiza,
Francia, España y Portugal, y entre las ciudades visitadas se encuentra Toledo.
De este viaje dejará testimonio en un libro escrito en latín. Sus descripciones
son siempre breves, se diría que más que ilustrar al lector lo que pretende es ir
elaborando una serie de notas que le permitan recordar los pormenores del
viaje, pero tienen la frescura del testimonio directo y el valor de ser
impresiones de un contemporáneo de la época.
La llegada
de Münzer a nuestra ciudad tiene lugar en la tarde del 14 de enero de 1495,
procedente de Guadalupe y Talavera. Su relato se inicia de este modo: “Es Toledo una de las más ilustres y mejor
fortificadas ciudades de España. Hállase situada en un monte y en sus tres
cuartas partes circundada por el Tajo, que corre al pie de sus muros en un
profundo valle, situación muy semejante a la de Berna, en Suiza, aunque el
monte es mucho más escarpado. Sus murallas, construidas por los moros, son de
una solidez extraordinaria; así es que bien puede decirse que el arte y la
naturaleza han concurrido de consuno a fortificar la ciudad.”
Su
presencia en Toledo coincide con el entierro del cardenal Mendoza, del que es
testigo, y al que se refiere con estas escuetas palabras: “Trajeron el cadáver de Guadalajara, población a veintidós leguas de
Toledo, y el entierro fue con tal pompa y solemnidad que causaba admiración.
Así en los arrabales como en las calles de la ciudad había millares de personas
asomadas a las ventanas.”
La catedral
llama poderosamente su atención y asegura que no existe otra, “de entre las que están completamente
terminadas, que sea tan bella y suntuosa”. Elogia también la sillería del
coro, refiriéndose a la baja ya que la alta todavía no se había construido y hablando
de su autor, el maestro Rodrigo Alemán, apunta que “representó en las tallas múltiples episodios de la toma de la ciudad y
fortaleza de Granada, tan propiamente y tan al vivo, que al verla se cree tener
ante los ojos el espectáculo de aquella guerra.”
Accede más
tarde en la sacristía “con el claro varón
Alfonso Ortiz, canónigo de la catedral, jurisconsulto y consumado poeta, cuyo
gran saber se reflejaba bien en sus palabras. Entré primeramente en el amplio
Sagrario, decorado con tan perfectas pinturas, que me parecía entrar en la
Capilla Sixtina, y después me enseñaron las alhajas que se guardan en los
arcones.” Münzer realiza una enumeración exhaustiva del contenido de cada
uno de los arcones que le van mostrando y contabiliza el número de dignidades
asociadas a la catedral con sus respectivas rentas, para ilustrar con ello la
gran riqueza de la iglesia toledana.
La visita a
San Juan de los Reyes, queda reflejada en unos comentarios someros, como la
mayor parte de los que hace, aunque en este caso tienen el interés de pertenecer
a alguien que está viendo el monasterio todavía en plena construcción. Así,
apunta lo siguiente: “Los reyes don
Fernando y doña Isabel han mandado construir este monasterio, que es de piedra
de sillería, con verdadera magnificencia. En la iglesia (que, excepto el coro
está ya terminada) se ven los escudos y empresas de los monarcas, la efigie de
su patrono San Juan Bautista y otras imágenes de santos.” Llaman su
atención también las cadenas de los cautivos cristianos de Granada que ya
cuelgan en los muros exteriores “puestos
allí en memoria suya y de sus libertadores; son tantos, que no bastarían dos
carros para llevarlos”, y conversa con el arquitecto, suponemos que Juan
Guas, quien le confiesa que la obra vendrá a costar unos doscientos mil ducados.
Se refiere a continuación a los frailes del monasterio que “son de la orden de San Francisco; guardan la regla con estrecha
rigidez y hacen vida ejemplar. Allí encontré al general de la orden, que el año
1490 estuvo en Nuremberg, hombre doctísimo, muy querido de los reyes, con el
cual conversé largamente.”
Alude a
continuación brevemente a dos monasterios ya desaparecidos: el de la Santísima
Trinidad, de frailes de la Merced, cuya iglesia, asegura, “es una antigua mezquita”, y el de San Agustín, del que dice “fue antiguamente una fortaleza de los
moros”. En las inmediaciones de este último, señala: “hay un extenso campo llamado el campo santo, en donde hace mucho
tiempo sucumbieron a manos de los moros veinticinco mil cristianos, cuando estaban
celebrando la festividad del Domingo de Ramos. Cuentan que los judíos, que eran
numerosísimos en Toledo, introdujeron ocultamente por cierta torre a los
sarracenos, quienes irrumpieron de súbito en la ciudad, se la tomaron a los
cristianos, haciendo en ellos terrible carnicería. La citada torre está ya
destruida y arrasada”.
Con toda
probabilidad, Münzer oyó contar esta tradición sin darse cuenta de que era
referente a la conquista de Toledo por las huestes de Tariq el año de la invasión
islámica de la península (711).
El relato
de la visita finaliza de una manera un tanto abrupta pues se interrumpe apenas
iniciado el texto del que sería último capítulo titulado “Cortesanía en Toledo” y que, a juzgar por su arranque, prometía
ser interesante, pero simplemente dice asi: “La
gente de Toledo es por extremo cortesana, y hay en la ciudad tal número de
clérigos que causa asombro, en verdad…”
La estancia
de Münzer en Toledo dura poco más de dos días pues el 17 de enero, muy de
mañana, sale camino de Madrid, a la que llega entrada la noche y donde siete
días más tarde será recibido en audiencia por los Reyes Católicos.
Pero esa ya
es otra historia.
El escritor, periodista y político Pedro Antonio de Alarcón (Granada, 1833-Madrid, 1891), autor de “El sombrero de tres picos” o “El capitán Veneno”, fue un consumado viajero que recorrió en numerosas ocasiones ciudades, pueblos y paisajes de España. Toledo constituyó uno de sus destinos favoritos y, a lo largo de su vida, fueron muchas las ocasiones que visitó nuestra ciudad, particularmente para presenciar su Semana Santa, cosa que hacía siempre que le era posible. La primera de sus visitas a Toledo quedó reflejada en un apresurado artículo, cargado de intensa emoción, concebido inicialmente para ser publicado en prensa y que luego recogió en su libro “Mis viajes por España”.
Nuestro autor fue uno de los primeros usuarios del tren que unía Toledo con Madrid, ya que por este medio llegó pocos días después de que la reina Isabel II inaugurase oficialmente la línea, en el mes de junio de 1858. Esta circunstancia le lleva a considerar “que, pues tan rápido, cómodo y barato resulta hoy el viaje, todos los amantes de la belleza artística y de las glorias patrias vayan sin pérdida de tiempo a admirar con sus propios ojos aquel museo de maravillas,” refiriéndose, naturalmente, a Toledo.
La amalgama de estilos arquitectónicos, producto de las diversas culturas que a lo largo de los siglos se asentaron en la ciudad, llama poderosamente su atención, al punto de motivarle a escribir: “Toledo es un magnífico álbum arquitectónico, donde cada siglo ha colocado su página de piedra”. Luego, se detiene en un breve repaso de su historia para concluir centrando su atención en la Catedral a la que califica como "la urna cineraria de las grandezas españolas” en la que “cada período de civilización ha grabado en ella su nombre: cada generación ha dejado el polvo de sus héroes”.
Su exaltación por el grandioso templo le motiva a escribir: “Allí hay portadas más bellas que las de Nuestra Señora de París y que las elegantísimas de las catedrales de Burgos y Sevilla; allí atrevidas bóvedas, vistosos rosetones, aéreos doseletes, casetones cuajados de estatuas en miniatura, vidrieras de colores que filtran dulcemente la luz del cielo, y mil y mil molduras y archivoltas que entretienen la vista y la imaginación por su interminable variedad.”

La estancia del escritor en Toledo dura tan sólo dos días, tiempo que aprovecha intensamente, llenándole de sensaciones sobre las que lamenta no poder extenderse en el breve espacio de su artículo. “Pero no me es dado proseguir— escribe— ni tampoco me queda tiempo de bosquejar, como quisiera, otros monumentos de Toledo... Esta rapidísima reseña ha de publicarse dentro de dos horas, y los cajistas me van quitando de las manos las cuartillas según que las escribo de primera intención.
Dejo, pues, para cuando esté más despacio, suponiendo que llegue á estarlo alguna vez, describir la iglesia y claustro de San Juan de los Reyes..., sobre todo el claustro, que parece un jardín de piedra, medio destruido por una tempestad... ¡Ah, franceses!... ¿Cómo no morís de bochorno, al pensar que destrozasteis aquellos primores artísticos?”
Alude, con este último comentario, a los estragos causados por las tropas napoleónicas durante la Guerra de la Independencia, que todavía eran bien patentes. Del mismo modo, muestra su sentimiento por no poder hablar detenidamente del Alcázar “que sirve como de corona mural a Toledo, pues que se eleva sobre la más alta cumbre de la ciudad”, y vuelve a justificar la parquedad de sus comentarios porque “un tomo entero no bastaría para reseñar todo lo que hay que ver en Toledo, desde que se la descubre, escalonada en aquella especie de erguida península, o corpulento promontorio ceñido por el profundo Tajo, y se comienza á subir la áspera cuesta, y se pasa el venerable Puente de Alcántara, y se penetra por la histórica y bellísima Puerta de Visagra, hasta que se recorre aquel dédalo de torcidas calles arábigas, y se baja por el lado opuesto, y se vuelve a salir al campo por el Puente de San Martín.”
Y en su deseo de dejar constancia, aunque sólo sea testimonial, de las muchas cosas de interés que ir hallando en ese recorrido, se limita a enumerar sinagogas, mezquitas, alminares, puertas, palacios, murallas, con carácter genérico, y más concretamente, lugares como el Baño de la Cava, la capilla mozárabe de la catedral, a Fábrica de Armas, el Cristo de la Vega, la Posada de la Sangre… para concluir exclamando: “¡qué sé yo cuántas cosas me han entusiasmado durante mi estancia en Toledo!”
El relato concluye con la última visita que realiza a la Catedral, pocas horas antes de tomar el tren de regreso a Madrid. La última visita de las “al menos ocho”, según confiesa, que ha realizado al templo en los dos días que lleva en la ciudad. Se trata de un deseo programado con antelación para despedirse allí de Toledo con toda solemnidad. Para ello, su amigo y compañero de viaje, Mariano Vázquez, le espera en el templo y, al entrar Alarcón, hace sonar la Marcha fúnebre en la muerte de un héroe, de Beethoven, en el extraordinario órgano del Emperador.
El efecto que causa en el escritor le motiva esta descripción entre poética, solemne y patriótica, con la que concluye su relato de la visita: “Las bóvedas de la Catedral temblaban ante aquella tempestad de armonía que lanzaba el poderoso instrumento. Las últimas luces de la tarde penetraban desfallecidas por los calados rosetones, dando fantásticos contornos á las figuras pintadas en los vidrios. Abajo, en el templo, estaba yo solo... ¿El canto de gloria y de muerte que exhalaba el órgano, caía sobre tantas sepulturas, sobre tanta grandeza desvanecida, sobre tanta soberbia humillada, como un sufragio ó como un anatema?... ¡No sé!
Perdido yo en la sombra de aquellas frías y solitarias capillas, creía que el héroe muerto de la composición de Beethowen era el honor español.
A lo lejos me pareció oir las carcajadas de la moderna corte de España, confundidas con las risas de desprecio de los riffeños, de los mejicanos y de los poseedores de Gibraltar. ¡Hasta creí sentir ruido de mejillas abofeteadas, y nuevas risas, y crujidos de huesos que se removían indignados bajo las losas de los sepulcros!
«¡Los extranjeros nos insultan!...»—gritaba una voz en los aires...
El órgano había callado. Levanté la frente, y quise huir... Pero ya era de noche, y las tinieblas me rodeaban. Llegó en esto mi amigo, y me sacó de la Catedral.
****
Pedro Antonio de Alarcón
(1858)
(1858)
Nuestro autor fue uno de los primeros usuarios del tren que unía Toledo con Madrid, ya que por este medio llegó pocos días después de que la reina Isabel II inaugurase oficialmente la línea, en el mes de junio de 1858. Esta circunstancia le lleva a considerar “que, pues tan rápido, cómodo y barato resulta hoy el viaje, todos los amantes de la belleza artística y de las glorias patrias vayan sin pérdida de tiempo a admirar con sus propios ojos aquel museo de maravillas,” refiriéndose, naturalmente, a Toledo.
La amalgama de estilos arquitectónicos, producto de las diversas culturas que a lo largo de los siglos se asentaron en la ciudad, llama poderosamente su atención, al punto de motivarle a escribir: “Toledo es un magnífico álbum arquitectónico, donde cada siglo ha colocado su página de piedra”. Luego, se detiene en un breve repaso de su historia para concluir centrando su atención en la Catedral a la que califica como "la urna cineraria de las grandezas españolas” en la que “cada período de civilización ha grabado en ella su nombre: cada generación ha dejado el polvo de sus héroes”.
Su exaltación por el grandioso templo le motiva a escribir: “Allí hay portadas más bellas que las de Nuestra Señora de París y que las elegantísimas de las catedrales de Burgos y Sevilla; allí atrevidas bóvedas, vistosos rosetones, aéreos doseletes, casetones cuajados de estatuas en miniatura, vidrieras de colores que filtran dulcemente la luz del cielo, y mil y mil molduras y archivoltas que entretienen la vista y la imaginación por su interminable variedad.”
La estancia del escritor en Toledo dura tan sólo dos días, tiempo que aprovecha intensamente, llenándole de sensaciones sobre las que lamenta no poder extenderse en el breve espacio de su artículo. “Pero no me es dado proseguir— escribe— ni tampoco me queda tiempo de bosquejar, como quisiera, otros monumentos de Toledo... Esta rapidísima reseña ha de publicarse dentro de dos horas, y los cajistas me van quitando de las manos las cuartillas según que las escribo de primera intención.
Dejo, pues, para cuando esté más despacio, suponiendo que llegue á estarlo alguna vez, describir la iglesia y claustro de San Juan de los Reyes..., sobre todo el claustro, que parece un jardín de piedra, medio destruido por una tempestad... ¡Ah, franceses!... ¿Cómo no morís de bochorno, al pensar que destrozasteis aquellos primores artísticos?”
Alude, con este último comentario, a los estragos causados por las tropas napoleónicas durante la Guerra de la Independencia, que todavía eran bien patentes. Del mismo modo, muestra su sentimiento por no poder hablar detenidamente del Alcázar “que sirve como de corona mural a Toledo, pues que se eleva sobre la más alta cumbre de la ciudad”, y vuelve a justificar la parquedad de sus comentarios porque “un tomo entero no bastaría para reseñar todo lo que hay que ver en Toledo, desde que se la descubre, escalonada en aquella especie de erguida península, o corpulento promontorio ceñido por el profundo Tajo, y se comienza á subir la áspera cuesta, y se pasa el venerable Puente de Alcántara, y se penetra por la histórica y bellísima Puerta de Visagra, hasta que se recorre aquel dédalo de torcidas calles arábigas, y se baja por el lado opuesto, y se vuelve a salir al campo por el Puente de San Martín.”
Y en su deseo de dejar constancia, aunque sólo sea testimonial, de las muchas cosas de interés que ir hallando en ese recorrido, se limita a enumerar sinagogas, mezquitas, alminares, puertas, palacios, murallas, con carácter genérico, y más concretamente, lugares como el Baño de la Cava, la capilla mozárabe de la catedral, a Fábrica de Armas, el Cristo de la Vega, la Posada de la Sangre… para concluir exclamando: “¡qué sé yo cuántas cosas me han entusiasmado durante mi estancia en Toledo!”
El relato concluye con la última visita que realiza a la Catedral, pocas horas antes de tomar el tren de regreso a Madrid. La última visita de las “al menos ocho”, según confiesa, que ha realizado al templo en los dos días que lleva en la ciudad. Se trata de un deseo programado con antelación para despedirse allí de Toledo con toda solemnidad. Para ello, su amigo y compañero de viaje, Mariano Vázquez, le espera en el templo y, al entrar Alarcón, hace sonar la Marcha fúnebre en la muerte de un héroe, de Beethoven, en el extraordinario órgano del Emperador.

Perdido yo en la sombra de aquellas frías y solitarias capillas, creía que el héroe muerto de la composición de Beethowen era el honor español.
A lo lejos me pareció oir las carcajadas de la moderna corte de España, confundidas con las risas de desprecio de los riffeños, de los mejicanos y de los poseedores de Gibraltar. ¡Hasta creí sentir ruido de mejillas abofeteadas, y nuevas risas, y crujidos de huesos que se removían indignados bajo las losas de los sepulcros!
«¡Los extranjeros nos insultan!...»—gritaba una voz en los aires...
El órgano había callado. Levanté la frente, y quise huir... Pero ya era de noche, y las tinieblas me rodeaban. Llegó en esto mi amigo, y me sacó de la Catedral.
Una furiosa tormenta estaba descargando sobre Toledo... Pero se acercaba la hora de partida del tren, y tuvimos que salir á escape entre la granizada y el huracán, como almas que se lleva el diablo.”
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Muy interesante. No soy escritora sino simplemente estoy armando un blog en base a recuerdos de mis viajes, por lo cual Toledo, por supuesto, integra varios itinerarios. Seguramente tome algunos datos de su blog, con la correspondiente cita naturalmente, para enriquecer el mío. Desde ya, muchas gracias.
ResponderEliminarMuchas gracias a tí por el interés. Por supuesto, utiliza los contenidos que consideres oportunos. A tu disposición. Un saludo.
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