Zocodover duerme todavía a esta hora temprana, envolviendo entre penumbras la lenta agonía de su traza herreriana. Tras la cortina de sombras, que la luz del amanecer va descorriendo, se adivina la pelea heroica de la reja agarena y el viejo balcón señorial con el mirador burgués, de moderno empaque. Por su parte, los “autos” Ford rejuvenecen el ceño milenario de los clásicos porches. En todos los rincones luchan a la desesperada el gris acerado de la piedra plateresca, carcomida y sucia, frente al heresiarca revoco de las comerciales fachadas. Zocodover, a la luz del sol, se horteriza prosaicamente; apenas le queda un rastro de ilusión literaria. Sólo encima del arco mudéjar de la Sangre lucen aún, con parpadeo funerario, las velas del Santo Cristo. Al partir para nuestro alegre viaje, estos cirios, con su gesto temblón de adiós, resumen toda la hondura teológica de las grandes despedidas.
Zocodover (II)
Zocodover duerme todavía a esta hora temprana, envolviendo entre penumbras la lenta agonía de su traza herreriana. Tras la cortina de sombras, que la luz del amanecer va descorriendo, se adivina la pelea heroica de la reja agarena y el viejo balcón señorial con el mirador burgués, de moderno empaque. Por su parte, los “autos” Ford rejuvenecen el ceño milenario de los clásicos porches. En todos los rincones luchan a la desesperada el gris acerado de la piedra plateresca, carcomida y sucia, frente al heresiarca revoco de las comerciales fachadas. Zocodover, a la luz del sol, se horteriza prosaicamente; apenas le queda un rastro de ilusión literaria. Sólo encima del arco mudéjar de la Sangre lucen aún, con parpadeo funerario, las velas del Santo Cristo. Al partir para nuestro alegre viaje, estos cirios, con su gesto temblón de adiós, resumen toda la hondura teológica de las grandes despedidas.
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