El sol resplandece: ante nosotros se presenta una ciudad antigua, una de esas ciudades que llevan escritos sus títulos de nobleza a lo largo de sus murallas almenadas y de sus castillos desmantelados, una de esas reinas que se asientan sobre las siete colinas sacramentales, y que levanta al cielo sus torres, sus fortalezas, sus defensas medio arruinadas, destacando en el horizonte su extraño perfil, cruelmente desgarrado por el tiempo.
El Tajo la rodea también: no se comunica con tierra más que por un istmo, cuya suave pendiente va a buscar las campiñas teñidas de un verde dorado. Al llegar no se descubre ni el curso entero del río, ni el anillo que rodea la península, ni las escarpaduras por las cuales toma aquel su camino; pero no sé qué transparencias hacen comprender que la ciudad está levantada en el aire.
Tiene tintas cálidas de lo que ha vivido muchos siglos. Sus alcázares, que han sido pretorios de los reyes godos y palacios de los califas, levantan en las bajas praderas o en las elevadas colinas sus restos, que nos hablan de glorias desvanecidas, mientras que el palacio de Carlos V destaca sobre el azul del cielo su enorme mole cuadrada, cuya pesadez lo aplasta todo.
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