Desde allí se descubre un cuadro encantador.
La poética ermita de Nuestra Señora del Valle, enclavada en
medio de una erizada sierra en el mismo punto donde existía antes de la
conquista el monasterio de San Pedro y San Feliz, aseméjase a un nido de
águilas colgado de la roca que la sostiene sobre el insondable precipicio que
se abre a sus pies.
La piedra del rey moro, gigante inmenso de granito que alza
su cabeza desafiando el curso de las nubes, extiende allí su manto de rocas
hasta una distancia infinita, protegiendo con él a la ciudad que duerme a su
abrigo.
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