Factible que una ciudad sea, solamente, un pedazo de piedra roja y una catedral espinosa sobre la cual vuelan las golondrinas. Una ciudad, en las que imágenes que se registran a distancia, pueden ser cualquier cosa. Hay un milagro de la imaginación, un trasiego de la sensibilidad, un trueque misterioso, generalmente inexpresable, que compone las más inesperadas alianzas, junta olores, mezcla atardeceres de otros tiempos, amontona en el pecho lo que se ha llamado "un no sé qué", provoca imágenes confusas, imágenes que giran con sabor, colores que prodigan perfumes, torres y balcones abiertos hacia un vacío de contemplación, lujo y esplendor de esa frontera donde la nada y la vida se entrecruzan. Ocurre que las golondrinas no eran golondrinas (...)
Ahora podemos entender por qué la visión de la ciudad es una visión parcial, personalísima. Es casi obligatorio realizar una síntesis de entre tantas contiendas, edificaciones, responsos, brujerías, concilios, sobre todo concilios, y arzobispos, muchos arzobispos, al lado de mágicos, como aquel don Illán, que inventó el infante Juan Manuel, y condes que son llevados a enterrar o un caballero con la mano en el pecho. Todo ello envuelto en una luz desafiante: la luz de Toledo que ha sido hecha por el choque de las espadas.
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