Un volumen no bastaría para describir esta
bella ciudad. Sus murallas, sus calles, sus palacios y sus templos están de tal
manera vinculados a nombres y recuerdos que al deambular por aquellos
laberintos, todo se puebla de fantasmas del pasado. Las leyendas revolotean por
allí como fuegos fatuos en un cementerio. Por detrás de las recortadas almenas
de las torres parece que todavía nos acechan las legiones de los moros, y por
encima de los viejos puentes se figura vagamente al espíritu, lleno de romances
toledanos, que continúan las cabalgadas como en los buenos tiempos de Sancho y
de Padilla, en los días de fiesta o de batalla.
Pero todo eso ha desaparecido. La fría
realidad destruye el romanticismo. Ni en los ladrillos de los tortuosos
callejones de Toledo, ni en las piedras de sus puentes monumentales,
resuena ya el tropel de caballeros, galopando, como antaño, en ágiles caballos
de la famosa raza Nedji. Bajo el hermoso cielo azul, tampoco relucen las
armaduras y los pulidos arneses de los guerreros.
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