Al volver de cada esquina me aguarda una sorpresa: ya es una
casucha de enorme puerta claveteada; ya un cuarteado paredón con una celosía en
medio; ya un balcón minúsculo con tiestos de flores, cuyo alero toca en la
pared de enfrente; ya un callejón lateral cerrado en el fondo por una verja; ya
una especie de túnel derruido festoneado de yedra; ya algo así como harén
cerrado a piedra y lodo; por las rendijas de cuyos ajimeces salen misteriosos
hilos de luz; ya una covacha como de alquimista de los que tanto abundaban en
el siglo XIV; ya una tapia maciza y austera, como de cuartel o de convento; ya
un Tenorio de gorra que charla sigiloso desde fuera con la novia que se esconde
en la penumbra detrás de una reja; ya una cruz claveteada en la pared, debajo
de un farol, en señal de que allí se cometió un asesinato. No falta sino que
aparezca algún alguacil de la Santa Hermandad en busca del delincuente…
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