El sol descendía majestuosamente a su ocaso, reverberando en el ancho río sus áureos rayos. La campiña, cubierta de un verdor claro, alegraba el alma. Las cúpulas de San Juan de los Reyes se destacaban en el azul del cielo, y el cuerpo del edificio se veía entre las colinas cubiertas de árboles, que formaban como el fondo del cuadro. Me detuve a contemplar el exterior del tempo, y apenas pude apartar la vista del ábside hermosísimo de la Iglesia. Dos órdenes de arcos lo adornan, seis pilastras lo filigranan, pilastras que rematan en airosas agujas, que se levantan al cielo como la oración del creyente. El pensamiento se queda absorto al contemplar las cadenas de los cautivos, que redimió la próvida mano de la gran Isabel (...) Levantando los ojos se ven los brazos del crucero ostentando sus ojivales ventanas, que anchas y rasgadas y vecinas del cielo, parecen abrirse para recoger la más pura y más nueva luz de los astros. La cúpula que sobre el ábside se levanta, parece en sus mil recamados adornos la corona centelleante del edificio, que alzándose de la tierra como que toma todos los matices del cielo. ¡Qué hermoso conjunto! La crestería, toda recamada de piedras que parece espiritualizada por los adornos y próxima a doblarse al beso de las auras, como las copas de los árboles.
Emilio Castelar. Una tarde en San Juan de los Reyes en Toledo. Artículo en El Museo Universal. 15 de enero de 1858
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