Toledo, piedra viva engarzada en altísimo relieve de viejo peñón
castellano, cetro de varios dominios que se extraviaron en la audacia de su
vorágine conquistadora, depositaria de esa herencia nunca igualada, se me
presentaba en su transición crepuscular, en su modorra musulmana con toda la
realidad de su fatalismo confiado y perezoso.
Qué serenidad en el ambiente, ningún ruido se entremezcla con el rumor
que sube de las ondas del río.
En estos momentos estoy apoyado en un viejo balcón de estrecha calleja
desprendida de una encrucijada, contemplando con emoción el opaco crepúsculo
que cae sobre la villa.
Dominando el conjunto, distingo soberbias a ambos costado de la cima,
las moles negruzcas de la Catedral y del Alcázar; en tanto que un tañido de
campana triste y plañidero suena en una torre lejana, invitando a la oración.
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