El
madrileño se vio en una plazoleta de tres dobleces, de esas en que los muros de
las casas parecen jugar al escondite; pasó a la calle del Cristo de la Calavera
que culebrea y se enrosca hasta volver a liarse con la del Locum; vio puertas que
no se han abierto en siglo y medio lo menos; balcones o miradores nuevecitos
con floridos tiestos; rejas mohosas, cuyo metal se pulveriza en laminillas
rojizas; huecos de blanqueado marco, abiertos en el ladrillo obscuro de
antiquísima fábrica; vio gatos que se asomaban con timidez a ventanuchos
increíbles; labrados aleros, cuya roña ostenta los tonos más calientes de la
gama sienosa; de trecho en trecho, azulejos con la figura de la Virgen poniendo
la casulla a San Ildefonso, y por fin llegó a una puerta modernizada, que fue
el límite de su viaje.
Benito Pérez Galdós. Ángel Guerra (1891)
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