Peñascosa pesadumbre

No es la fama del río Tajo tal que la cierren límites ni la ignoren las más remotas gentes del mundo; que a todos se extiende y a todos se manifiesta, y en todos hace nacer un deseo de conocerle; y, como es uso de los septentrionales ser toda la gente principal versada en la lengua latina y en los antiguos poetas, éralo asimismo Periandro, como uno de los más principales de aquella nación; y, así por esto como por haber mostrádole a la luz del mundo aquellos días las famosas obras del jamás alabado como se debe poeta Garcilaso de la Vega, y haberlas él visto, leído, mirado y admirado, así como vio al claro río, dijo:
—No diremos: Aquí dio fin a su cantar Salicio, sino: Aquí dio principio a su cantar Salicio; aquí sobrepujó en sus églogas a sí mismo; aquí resonó su zampoña, a cuyo son se detuvieron las aguas deste río, no se movieron las hojas de los árboles, y, parándose los vientos, dieron lugar a que la admiración de su canto fuese de lengua en lengua y de gente en gentes por todas las de la tierra. ¡Oh venturosas, pues, cristalinas aguas, doradas arenas! ¡Qué digo yo doradas! ¡Antes de puro oro nacidas! Recoged a este pobre peregrino, que, como desde lejos os adora, os piensa reverenciar desde cerca.
Y, poniendo la vista en la gran ciudad de Toledo, fue esto lo que dijo:
—¡Oh peñascosa pesadumbre, gloria de España y luz de sus ciudades, en cuyo seno han estado guardadas por infinitos siglos las reliquias de los valientes godos para volver a resucitar su muerta gloria y a ser claro espejo y depósito de católicas ceremonias! ¡Salve, pues, oh ciudad santa, y da lugar que en ti le tengan estos que venimos a verte!

Miguel de Cervantes. “Los trabajos de Persiles y Segismunda” (1617)
















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