
Ni un soplo de aire venía de la Vega, de los trigales que empezaban ya a amarillear; de las huertas, en las que sobre el légamo resquebrajado, las verduras se marchitan; de las anchas tiras de los caminos llenos de polvo crujiente que al paso de los carros subía en nubaradas, hasta el follaje de los olmos donde chirriaban incesantes las chicharras. Entre los cantiles recalentados del Tajo pasaba sin esparcir frescura y en los árboles de los cigarrales, las hojas lucían junto al arrebol de los primeros albaricoques.
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