El lugar quedó vacío; pronto, a causa del soplo del viento
y la economía interesada de los sacristanes, las linternas se extinguieron una
por una, y el pueblo volvió a la sombra y el silencio. Sólo entonces encontré
el Toledo que había venido a buscar, el Toledo medieval. De todas las ciudades
de la Península, la antigua capital de las Españas es la más parecida a ella
misma, la que el curso de los tiempos ha modificado menos. Los siglos han pasado
sobre ella sin tocarla con sus alas; se ha conservado pura de una aleación
extranjera, ha mantenido, con singular obstinación, su individualidad nativa.
Es una moneda bien acuñada, cuyo canto todavía mantiene su relieve, y no parece
dispuesta a perderlo durante mucho tiempo. Toledo está construido sobre una
montaña de granito al pie de la cual fluye el Tajo; las casas descienden hacia
el río; son de ladrillo y están tiradas una sobre otra sin orden ni plan; las
calles, abiertas al azar, discurren del mejor modo posible, describiendo mil
sinuosidades en las que es imposible orientarse; son tan estrechas que se puede
fácilmente dar la mano de una casa a otra, y tan empinadas, que la Sierra
Morena no tiene senderos mejores; se ha llegado al lujo de pavimentarlas con
guijarros, pero tan mal y tan irregularmente que serían necesarias para caminar
sin peligro y sin dolor en los pies, alpargatas de montaña.
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