Desde luego, se ve que sus habitantes hacían una vida diferente en un todo de la de los pueblos modernos: vida interior y recogida en lo íntimo de las familias y con muy escasa comunicación con los extraños. Así, las casas que no se han reformado, que es la mayor parte, son grandes y espaciosas y con anchos y hermosos patios interiores; pero su aspecto exterior es en extremo desagradable. Apenas tienen luces o ventanas a la calle; las que tienen son altas, estrechas y enrejadas que se conoce haber sido abiertas más bien para la luz y la ventilación que para disfrutar desde ellas la vista de las calles y el movimiento popular, que tanto placer nos causa en la actualidad. Reunido esto, añade, a la naturaleza del piso de Toledo, fabricado en las pendientes de una colina, resultan sus calles estrechas, tuertas, oscuras y empinadas, y sin más ornato que la portada de alguna casa particular notable o la fachada de algún templo o de algún edificio moderno. Este aspecto desagradable en sí, y que lo parece mucho más por lo desusado, hace un contraste singularísimo con lo amplio, espacioso y alegre de las casas: es el reverso de los pueblos modernos, donde las calles, por lo general alegres y cómodas, y las casas estrechas, tristes y mezquinas.
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