El Ventanillo se abre, sobre un remolino de tejados, frente a los montes de Toledo. Al fondo, la Ermita de la Virgen del Valle, de rosa pálido entre las sombras azules de las rocas, el verde nuevo de la primavera y el pasto desteñido al sol. La Ermita deja caer una vereda en zig-zag. La curva del Tajo se adivina allá donde la cascada de casucas se hunde hasta confluir con los pies del monte y sobresalen unos árboles altos. A veces, desde la Ermita escapa un repiqueteo loco que viene como a desflecarse en las rejas del Ventanillo.
Una arquitectura de baraja sirve al Ventanillo de pedestal: los tejados se encaraman unos sobre otros como barcos apiñados por la resaca, dejando apenas escurrir, por las hendiduras, tortuosos hilillos de calles. Los montes, al frente, llenan el horizonte hasta medio cielo, y acogen y multiplican los ruidos de la ciudad.
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