En las cumbres del Valle tiene su trono; la noche del 30 de abril vísperas del día de su fiesta, las puertas de su santurario se abren de par en par, y toda su fachada se encuentra iluminada por verdes y encarnadas bombillas que ofrecen un aspecto fantástico, y el augusto silencio de los campos es interrumpido por la música que, por el atrio de la ermita, esparce sus notas de grata melodía, ondeando al viento la bandera española; el cielo es muy azul, salpicado por el oro de millares de estrellas; la noche es espléndida; la luna todo lo envuelve con su dulce y suave claridad, reflejando sus destellos en las puras y cristalinas corrientes del Tajo, formando en su oleaje espumas de plata, cantando un himno de gloria y amor sus gratos murmullos; la brisa es dulce y vuave, y el ambiente saturado de delicados y fragantísimos aromas.
La Virgen del Valle, esa imagen tan poética y encantadora, acoge a los que llegan a postrarse a sus plantas augustas, y allí se admira y se adora su venerada efigie, obra de la inspiración divina, y ella parece que nos mira con miradas de inefable ternura, y sus labios, cual rojo y entreabierto capullo, culcemente nos sonríen, y sus divinos encantos nos dejan extasiados, y nuestra alma se conmueve de dulce sensación.
Joaquín Luque. La fiesta del Valle. Artículo en La Campana Gorda. 1 de mayo de 1914
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