Subiendo las escarpadas y resbaladizas
pendientes del lado allá del río, contemplé Toledo, extendida ante mí,
como petrificado ejército de gigantes conducido por el Alcázar.
Sin duda he contemplado mil exquisitos
amaneceres, pero nunca vi espectáculo más extraordinario que el de esta mañana.
Hasta aquel momento sólo el ladrido raro
de algún perro o el canto de algún gallo más raro aún, habían roto, haciéndola
más intensa, la quietud silenciosa. Pero de pronto, tales sonidos se mezclaron
con otros ciento en vasta confusión (…) Y fue como si Toledo despertase de mala
gana, porque el bullicio de las gentes trabajadoras en derredor de aquellas
murallas enmohecidas parecía extrañamente frívolo e inoportuno. Las campanas de
muchas de sus iglesias empezaron a tintinear como voces que protestasen contra
la profanación de su descanso; y escuchando yo la peregrina aunque discordante
mezcla de sus sones, pensé en aquella hermosa escena de Tosca, cuando la luz
madrugadora se alza sobre la Ciudad Eterna y la solemne música profetiza la
muerte de Mario.
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