Toledo le subyugaba con su complicado misterio. Era una ciudad muy distinta de su ciudad natal. Avila, a más de ser tan reducida, era neta y comprensible. En cambio, nada más fácil que extraviarse en el toledano arabesco de callejuelas. Aquí el cielo se veía casi siempre como desde el fondo de un foso y su añil sobrecargado se recortaba estrechamente entre el doble cobertizo negruzco de los aleros. En algunas calles, angostas como corredores, las fachadas se levantaban siempre obscuras, y sólo en lo alto ardía, sobre la cal, alguna faja brusca de sol.
Sobre estos canales de sombra, los balcones cerrados suspendían su cofre de espionaje y de misterio. A veces un brazo blanco como la nieve asomaba entre las maderas y arrojaba hacia Ramiro una flor o una alcorza. Los fieros portones, erizados de hierro, hacían pensar en la cautela de los antiguos serrallos (...)
Sobre estos canales de sombra, los balcones cerrados suspendían su cofre de espionaje y de misterio. A veces un brazo blanco como la nieve asomaba entre las maderas y arrojaba hacia Ramiro una flor o una alcorza. Los fieros portones, erizados de hierro, hacían pensar en la cautela de los antiguos serrallos (...)
Las moradas mismas tenían semblante monástico. Vivíase en ellas una existencia de silencio, de sombra. Un farolillo alumbraba continuamente en sus zaguanes obscuros alguna imagen de Nuestra Señora, como en la portería de los beaterios, y las celosías diseminaban en el ambiente perfumes de iglesia.
Enrique Larreta. La gloria de don Ramiro (1908)
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