El encanto mayor de esta ciudad única consiste en contemplar sus apartados callejones cuando quedan bañados por la luna y los ilumina con su sonrisa melancólica.
Buscando los besos pálidos de esta luz, voy a pasear a los cobertizos;
unos pasajes obscuros, enormes, donde todo recato y misterio encuentran asilo
seguro. En un pasadizo de esta guisa, se comprende que Mañara viera pasar su
propio entierro. La alucinación embota los sentidos. Un rayo mortecino,
reflejado en la pared, semeja una tizona desenvainada. El aire trae eco de
gemidos y ayes, mezclados en una canción de angustia.
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