La plazuela del Ayuntamiento era el único desgarrón que permitía al cristiano monumento respirar su grandeza. En este pequeño espacio de cielo libre mostraba a la luz del alma los tres arcos ojivales de su fachada principal y la torre de las campanas, de enorme robustez y salientes aristas, rematada por la montera del alcuzón, especie de tiara negra con tres coronas, que se perdía en el crepúsculo invernal nebuloso y plomizo.
Vicente Blasco Ibáñez. La catedral. 1907