Alcázar de rostro duro

Esta es otra ciudad, roqueña y en extremo castrense. Por su misma situación geográfica equivale a una fortaleza y tiene en torno suyo, como Roma, siete colinas.
Toledo, ciudad de símbolos y de elección, historia natural y humana de la Historia ibérica.
En esta mitad del siglo XI, Toledo, en su más genuina representación, es un alcázar de rostro duro y hermético, con murallones rodeados de fosos, cubos almenados y como señales civiles, apenas algunos ajimeces, cuyo fino parteluz contrasta con el semblante del ceñudo edificio.

Concha Espina. Casilda de Toledo (1940)








 





La única corte

Toledo es la única corte de la Castilla vieja y venerable; la corte de las ricas hembras, de los silenciosos caballeros, de las secretas aventuras amorosas, de las matanzas de judíos, de los moros sabios que curan y envenenan, de los alarifes que crean mundos nuevos e ignoradas especies vegetales en columnas, frisos y alharacas, almocárabes y atauriques, de los carpinteros que ensamblan los dorados alfarjes, de los orfebres que trabajan el oro como si fuese pasta, de los escultores-arquitectos que labran la piedra como si fuese oro, de los imagineros que estofan y esculpen historias interminables y meten fantásticos reinos entre una ménsula y un doselete, de los espaderos que hacen del hierro acero y del acero cinta que se dobla y no se rompe, de los escritores que refinan y sutilizan el lenguaje, de los confesores que depuran y lubrifican los más obscuros rincones de las conciencias, dejándolas como relucientes joyas, de las damas filósofas y senequistas, como las dos hermanas Sigeas, en cuyos corazones revivió la llama del maestro cordobés, de las Celestinas magras que con sus hechizos apañan las voluntades para el amor dulce, de los magistrados graves, como los Covarrubias en quienes parece resumirse la España doctoral y omnisciente bajo las togas oculta, de los pintores teólogos, humanos, locos y cuerdos, sublimes y visibles, como el solo, como el sabio griego Theotocópulos, en quien la luz, el color y la vida de Toledo se resumen como en su más acabada fórmula artística.

Francisco Navarro Ledesma. El ingenioso hidalgo Miguel de Cervantes Saavedra (1905)












 



Sobre enhiesto desigual peñasco

Encaramada sobre aquel enhiesto desigual peñasco, por cuyos senos y repliegues trepa afanosa con aires de conquista desde lo hondo, y cuyas plantas de granito besa por el Oriente, Ocaso y Mediodía tranquilo y perezoso el Tajo, sorprendente es en verdad y pintoresco el espectáculo que ofrece, con el escalonado caserío, polvoriento y de tonos grises uniformes, apiñado sin orden ni concierto, y a veces interrumpido por la mancha sombría de los árboles, y con los desmochados torreones y cortinas de sus defensas, otro tiempo formidable, y hoy en mucha parte derruídas: conjunto heterogéneo y extraño que compone y armoniza con el fresco tapiz verdoso de la tendida Vega; las amontonadas rocas renegridas de la margen del río; el reflejo acerado de las aguas, y las escasas arboledas, al ser herido por los rayos ardorosos del sol, bajo un cielo fuertemente azulado, y teniendo por corona y remate la rígida silueta de aquel severo Alcázar, que recorta sus clásicos y angulosos contornos en la altura, y que parece en coloquio eterno con las ruinas lastimosas del Castillo de San Servando, levantado sobre otra eminencia, casi frente a frente, y a la opuesta orilla del Tajo caudaloso.

Rodrigo Amador de los Ríos. Monumentos arquitectónicos de España (1905)











Calles (VIII)

Las calles son estrechísimas. Ninguna otra ciudad morisca las tiene tan estrechas. Algunas tienen apenas un metro de anchura. Otras, las que se pueden llamar bulevares de Toledo, pasa un carro pero no queda espacio para más. Las costumbres eran también otras. En sus mejores tiempos, no circulaban por estas calles ni carros ni carruajes. Los transportes de mercancías se hacía acuestas y los ricos, cuando no andaban a pie, eran conducidos en literas. Las casas, que son en general muy altas, dan a esas calles estrechas un aspecto de zaguanes donde el silencio reina casi siempre, pero donde también el más pequeño ruido, multiplicado por los ecos, parece un estampido enorme. El resto está en proporción con las calles. Las puertas parecen ventanas, y las ventanas, grietas o saeteras. Todo ello, sin embargo, exhuberantemente ornamentado de bajorelieves, arabescos, escudos, emblemas y variadas inscripciones.

Anselmo de Andrade. Viagem na Espanha (1923)